Estamos viviendo en un mundo dividido. Cada día las noticias nos traen imágenes de destrucción, de injusticia y de violencia. El mundo se encuentra dividido por líneas raciales. Se encuentra dividido por líneas políticas. Se encuentra dividido por líneas económicas. Muchas veces, estas separaciones se cruzan y se fortalecen mutuamente, creando más división.
¿Dónde se encuentra el punto de integración? ¿Dónde podemos encontrar algo que nos una, en lugar de separarnos? Dios nos ofrece la verdadera inclusión. Nos ofrece una aceptación que va más allá de la unión política, más allá de la unión social, incluso más allá del tiempo mismo. Por medio de Jesucristo, Dios nos invita a ser parte de su familia. La semana pasada vimos cómo la salvación de Dios se nos aplica de manera individual. Efesios 2:8 dice, Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe. Cuando ponemos nuestra fe en Jesucristo, recibimos la salvación como un regalo. Esa salvación significa que ya no somos culpables delante de Dios. Significa que somos sus hijos. Significa que vamos al cielo. Pero Dios no nos salva solamente como individuos. Dios no nos salva para colocarnos individualmente en jaulas, como si fuéramos animales exóticos en su zoológico celestial. Más bien, él nos salva para hacernos parte de su nuevo pueblo. Este pueblo se describe con diferentes nombres en la Biblia. Se llama la familia de Dios y el cuerpo de Cristo. También se describe como un templo. Vamos a ver cómo Dios nos ha incluido. Leamos Efesios 2:11-22. Por lo tanto, recuerden ustedes los gentiles de nacimiento —los que son llamados «incircuncisos» por aquellos que se llaman «de la circuncisión», la cual se hace en el cuerpo por mano humana—, 12 recuerden que en ese entonces ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. 13 Pero ahora en Cristo Jesús, a ustedes que antes estaban lejos, Dios los ha acercado mediante la sangre de Cristo. 14 Porque Cristo es nuestra paz: de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos separaba, 15 pues anuló la ley con sus mandamientos y requisitos. Esto lo hizo para crear en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad al hacer la paz, 16 para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la cruz, por la que dio muerte a la enemistad. 17 Él vino y proclamó paz a ustedes que estaban lejos y paz a los que estaban cerca. 18 Pues por medio de él tenemos acceso al Padre por un mismo Espíritu. 19 Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, 20 edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular. 21 En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un templo santo en el Señor. 22 En él también ustedes son edificados juntamente para ser morada de Dios por su Espíritu. La primera cosa que Dios nos hace recordar es de dónde salimos. Estábamos separados del pueblo de Dios y del plan de Dios. Antes de Cristo, el pueblo de Dios era el pueblo judío. Dios lo había escogido como su punto de encuentro con la humanidad. Para conocer a Dios, uno tenía que hacerse judío. Todos los que somos gentiles estábamos alejados de la presencia de Dios y ajenos a su familia. Esta separación se produjo, literalmente, en la carne. Por una parte, la marca que distinguía a los que pertenecían al pueblo de Dios era una marca en la carne – la marca de la circuncisión. Al mismo tiempo, la carne tiene otro sentido. Se refiere a todo lo que está en nosotros que se opone a la voluntad de Dios. El egoísmo, el orgullo, la avaricia, la lujuria, el coraje, la amargura – todas esas cosas nacen de la carne. Cuando vivimos en la carne, nos convertimos en enemigos de Dios. En nuestra carne, estamos excluidos del pueblo de Dios. La carne es lo que nos separa – la carne, que siempre recuerda los errores pasados, que busca cualquier pretexto para sentirse superior a otros, la carne que se parece a uno niño de dos años que grita: ¡Mío! ¡Mío! Esa carne nos separaba de Dios. Vivíamos sin Cristo, sin ciudadanía celestial, sin pacto con Dios, sin esperanza. Aunque adorábamos a muchos dioses, no conocíamos al Dios de verdad. Esa fue nuestra realidad. Pero Dios resolvió ese problema. En la cruz, fuimos incluidos. En la cruz donde Jesús dio su vida por nosotros, Dios hizo algo nuevo. Por la sangre de su sacrificio, Dios nos ha acercado. Nos ha incluido. ¡Qué gran ironía! Jesús, el Arquitecto del mundo; Jesús, el que trabajó como constructor durante los días de su juventud; ese Jesús ahora derriba en lugar de edificar. ¿Qué es lo que derriba? Derriba el muro que nos mantenía separados. Jesús tomó la ley de sacrificios y ceremonias – esa ley que debía señalar hacia la pureza del corazón, pero que se había convertido en motivo de separación – tomó esa ley y la anuló. La cumplió. Ya no nos separa. En su propio cuerpo, en su propia carne, Jesús destruyó el poder de nuestra carne para separarnos. Cuando Jesús fue ejecutado en la cruz, Dios estaba ejecutando la enemistad. Jesús tomó la culpa y la vergüenza de nuestro pecado en su cuerpo. De este modo, ahora podemos ser reconciliados con Dios y con los demás. En Jesús, comienza un nuevo movimiento en el plan de Dios – el movimiento de formar un solo pueblo. Ahora, entonces, somos parte de algo nuevo. Somos parte de un nuevo edificio que Dios está construyendo por medio de su Espíritu. Es el edificio más maravilloso del mundo. Me hace recordar la conversación que tuvo una vez un hermano con un miembro de una secta que trataba de convencerlo. Esta persona solamente le hablaba de la belleza del edificio donde se reunían para hacer sus cultos. Con esto le daba a entender que su grupo era mejor. ¡Déjame decirte que nosotros tenemos el mejor edificio de todos! No me refiero a este lugar donde nos encontramos reunidos ahora. Más bien, me refiero al edificio que somos. Todos nosotros somos parte de un majestuoso templo que Dios está construyendo para ser su morada. De ese templo forma parte cada persona que ha puesto su fe en Jesucristo. Lo que no puede faltar en un templo es la presencia de Dios. Dios está presente en nosotros por medio de su Espíritu Santo. Él mora en cada creyente. La presencia del Espíritu Santo es lo que nos convierte en un templo. El Espíritu Santo está presente en cada uno de nosotros, si nos hemos arrepentido y le hemos entregado nuestra vida a Jesucristo. Cuando formamos parte del templo de Dios, estamos incluidos. Quizás sepas lo que significa no ser ciudadano. Las personas que leyeron esta carta lo entendían bien. En la ciudad de Éfeso vivían cientos de miles de personas, pero menos de mil de ellos eran ciudadanos. Seguramente muy pocos de los lectores de esta carta eran ciudadanos de su propia ciudad. Aunque el mundo nos excluya, sin embargo, Dios nos incluye. Dios nos hace ciudadanos de su reino cuando creemos en Cristo. Nos unimos a los apóstoles y profetas, los que pusieron el fundamento de este gran pueblo del que ahora formamos parte. Nos unimos a Cristo, la piedra principal que da forma a todo el edificio. Para tener esta ciudadanía, el único trámite que tenemos que realizar es tomar la decisión de entregarnos de corazón a Jesucristo, con un corazón arrepentido y humilde. El pasaporte que recibimos es la presencia del Espíritu Santo en nosotros, quien garantiza nuestra ciudadanía celestial. Si nunca has tomado esa decisión, hoy lo puedes hacer. Hoy puedes unirte al pueblo de Dios. En un momento, tendremos una canción de invitación. Esa será tu oportunidad para pasar adelante y orar conmigo. Si ya eres parte del pueblo de Dios, busca la manera de incluir a otros. No vuelvas a las viejas costumbres de la carne. No dejes que la amargura, el resentimiento y los prejuicios te controlen. Perdona a quien te ha ofendido. Acércate al que no es como tú. Imita a tu Padre celestial, quien te ha incluido en su familia. Durante su niñez, Juan comenzó a sentirse diferente de los demás. En su búsqueda de identidad, se ponía ropa de mujer y se maquillaba. Un día, su hermano mayor lo confrontó. Tomó un cuchillo en la mano y trató de matar a su hermano afeminado. Su madre lo protegió, pero tuvo que huir de la casa. Nunca más pudo regresar al hogar. En las calles de Lima encontró a otro grupo de personas que eran como él. Comenzó a vivir como mujer y tomar hormonas. Vendía su cuerpo. Pero siempre le faltaba algo. Un día, estando en la calle, se encontró con un pastor que le compartió la Palabra de Dios. Este pastor le dijo que Dios lo amaba. Juan respondió que no, que, a él, nadie lo amaba. El pastor entonces le habló de Adán y Eva, del plan de Dios, y del amor de Jesús. Esa misma noche él aceptó el amor de Dios. Se cambió de ropa, y comenzó a vestirse como hombre. Lo que su vida de travesti nunca le había dado, lo encontró en Jesús – el amor, la aceptación y la verdadera identidad. De la misma manera, Dios nos acepta a nosotros. De la misma manera, él nos llama a ser sus agentes de aceptación. Nos llama a extender la mano y mostrar su amor a todos, no solamente a los que son como nosotros. En Cristo, somos incluidos.
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